19 de junio de 2008

vecino barranquino


El apuradito, con respecto a mi barrio, tiene un radio de acción de entre cuatro y seis cuadras a la redonda. Camina por San Antonio desde Santa Rosa a muchos kilómetros por hora, adelanta a aquellos de andar pausado bajando violentamente de la vereda a la pista y subiendo en dos pasos. Camina desde Grau por Miraflores y no se detiene siquiera a mirar si los perros lo atacan. Da la vuelta a la esquina a velocidades incomprensibles y se pierde hasta la siguiente vez, cuando lo encuentro dirigiéndose muy apurado hacia algún parte.


No puedo decir mucho más. Es de como 35 y que su ritmo vertiginoso lo tiene algo envejecido. Quizás en las públicas carreras de caminata ha ido perdiendo pelo, es orejón, que nunca me ha visto a la cara. Al apuradito la sociedad no lo entiende, es por eso que hay épocas, como desde hace un mes hasta ayer, en que las pastillas, estoy segura de que son las pastillas que le dan en casa, le bajan las revoluciones y entonces ya no va apurado sino más bien anda como caracol, del brazo de a madre o algún otro familiar. Paso, paso, paso, a veces lo veo y otras estoy segura de que me lo cruzo pero irreconocible, lento, habiéndose perdido a sí mismo.
Hoy el apuradito ha vuelto a las andadas. Yo salía temprano de la casa hacia una reunión, y en sentido contrario, él aceleraba como si fuera a desintegrarse para adelantar a una señora que llevaba una mano de plátanos en la mano. Cargaba una tele de catorce pulgadas roja de esas en blanco y negro, cuando torció donde la calle se bifurca lo perdí de vista.
Esta mañana llovía, pero el apuradito ni aunque nieve se detiene. El transita entre los charcos sin ganas de saltarlos para no perder la viada. No sabe de clima, de bastas de pantalón empapadas, ni de medias húmedas y zapatos arrugados. El solo sabe ir rápido a algún lado, y lo hace bien.

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