4 de noviembre de 2012

1980


Por el color de los recuerdos imagino que debe haber sido alrededor de ése año. En la casa estaban todos, cada uno en lo suyo. Por alguna razón decidí que era momento de salir a conocer el mundo. El mundo, como sabes, no se conoce cruzando la avenida Arenales de la mano de tu abuela, ni yendo a pie a Berisso los domingos con tu abuelo a escuchar las conversaciones de los viejos. El mundo se conoce probando todo, saliendo de casa a la mala a enfrentarte a la gente y los autos sin ningún miedo. Como no se cuánto tiempo esté fuera y para siempre es una opción, pongo la ropa que me gusta sobre la cama y luego hago un atado con el cubrecama de snoopy. Dejo el atado sobre la cama y salgo del cuarto a darle una última mirada a todo.

Mi abuela en el cuarto, se retoca el peinado. La luz es especial porque el cuarto de los abuelos tiene un balcón interno que da al patio. Mi abuela no sale casi a ninguna parte pero siempre está vestida como para asistir a una fiesta elegantísima. En el cuarto de al lado Giovanna hace algo, probablemente cortar una nuez con una Gillette en miles de pequeñas obleas que irá comiendo a lo largo del día o alguna de esas cosas que ella hace. Al lado del cuarto de Giovanna queda El Cuarto de Guitarras, que se llama así porque en algún momento había ahí guitarras, pero ahora están los enormes equipos musicales de mi abuelo, sus cintas y parlantes. El abuelo con sus lentes de pasta ancha está ensimismado dentro de los audífonos. Mi madre, en el baño. Un poco de pena no verla por vez final, pero ya tendré tiempo de recordarla en mi nuevo hábitat.

Voy a mi cuarto y tomo el equipaje. Esta es mi historia como tenía que ser. Bajo la larguísima escalera haciendo un esfuerzo enorme porque ningún peldaño de madera cruja, y lo logro. Llego hasta la puerta de calle, un nuevo reto que enfrentar porque la puerta tiene una campana que suena cada vez que alguien sale o entra, pero ya estoy aquí y salir, salgo.

Tengo cinco años y estoy del otro lado del umbral de mi casa de siempre, del único sitio que conozco, cargada de un atado de ropa y nada más. Estoy en piyama y soy libre al fin. Es el momento de tomar decisiones, qué países conocer, con qué gente interesante andar. Lo primero, hacia dónde emprender camino. Las posibilidades son, a la izquierda la Arenales hacia Lince, a la derecha la Arenales hacia el Centro. Tomo la derecha y camino con cuidado. Me pregunto si en la casa ya se dieron cuenta de que no estoy y piensan que como siempre, estoy escondida en algún lado disfrutando de verlos buscar desesperados. Hace un año dejaron de ponerme el cascabel en la ropa que servía para ubicarme cuando les hacía esa broma. Pobres, cómo será su vida sin mí.

Sigo frente a la fachada de la casa, en la vereda. Miro hacia la ventana de Giovanna a ver si está mirando hacia afuera y no. Miro la ventana del cuarto de guitarras e intento escuchar los gritos desesperados de todos Carlita, Toli, Cholita, pero no escucho seguro porque pasan los microbuses y hacen bulla. Se que sufrirán al inicio pero después retomarán sus vidas como son, las quejas en los almuerzos, los porca miseria, los adornos navideños. En fin, esto ha sido todo.

Al lado de la casa queda la casa de las señoritas Vinatea que comparten pared con el cuarto de guitarras y por las tardes hacen algo –no se qué- y el cuarto de guitarras huele a berrinche por culpa de ellas, dice mi abuela. Paso por su fachada hacia la esquina. Cuántos pasos he dado, quizás treinta? No se cuánto ha pasado desde que me fui, un ratazo seguro. Llego a la esquina.

Hacia la izquierda el parque Habich, hacia la derecha El Tambo y el cine Roma. Los dos extremos son hasta donde conozco. Pasado el Tambo no se qué hay, menos pasado el parque Habich. Lo bueno es que ya deben estar en la casa llamando a la policía y saliendo a buscarme como desesperados y cuando me encuentren estarán felices de verme viva y es probable que hasta me compren apanado de pollo con papas en una caja, del cafetín de la esquina. Es cuestión de tiempo que me encuentren, pero al mismo tiempo qué lata enorme que me encuentren justo ahora que estoy por conocer el mundo sola, sin que me digan qué hacer. Seguro uno de los vecinos ya me está viendo y preguntándose, qué hace la niña sola en piyama parada en la esquina. Si los veo, correré hacia el Tambo y me esconderé en el estacionamiento hasta que se vayan y retomen su historia porque la mía está en la calle.

No viene nadie. Me asomo un poco a tratar de verlos gritar por las ventanas pero veo las ventanas de lo más bien y sin gritos. Tengo un poco de miedo, mucho miedo, me cago de miedo. Odio las esquinas que me obligan a decidir. Espero un rato que parece eterno hasta que se me empieza a mover de modo involuntario el labio de abajo, avisando que voy a ponerme a llorar. No debo llorar, no debo temer, ésta es mi vida.

Bah, giro un poco y sigo caminando. No pienso, no siento. Subo tres escalones de una casa, trepo la base de una columna hasta alcanzar un timbre y lo toco. Veinte segundos después, un anciano abre la puerta y dice –Mono, adónde estabas?, paso al lado de mi abuelo y le digo –Nada, se me cerró la puerta.

Esa noche comimos tallarines verdes y nos quejamos de que tenían demasiada sal. Mi abuela, que era quien cocinaba dijo en tono sarcástico –Lo siento mucho, la cocinera salió de vacaciones hace varios años.