Por el
color de los recuerdos imagino que debe haber sido alrededor de ése año. En la
casa estaban todos, cada uno en lo suyo. Por alguna razón decidí que era
momento de salir a conocer el mundo. El mundo, como sabes, no se conoce
cruzando la avenida Arenales de la mano de tu abuela, ni yendo a pie a Berisso
los domingos con tu abuelo a escuchar las conversaciones de los viejos. El mundo
se conoce probando todo, saliendo de casa a la mala a enfrentarte a la gente y
los autos sin ningún miedo. Como no se cuánto tiempo esté fuera y para siempre
es una opción, pongo la ropa que me gusta sobre la cama y luego hago un atado
con el cubrecama de snoopy. Dejo el atado sobre la cama y salgo del cuarto a
darle una última mirada a todo.
Mi abuela
en el cuarto, se retoca el peinado. La luz es especial porque el cuarto de los
abuelos tiene un balcón interno que da al patio. Mi abuela no sale casi a
ninguna parte pero siempre está vestida como para asistir a una fiesta
elegantísima. En el cuarto de al lado Giovanna hace algo, probablemente cortar
una nuez con una Gillette en miles de pequeñas obleas que irá comiendo a lo
largo del día o alguna de esas cosas que ella hace. Al lado del cuarto de
Giovanna queda El Cuarto de Guitarras, que se llama así porque en algún momento
había ahí guitarras, pero ahora están los enormes equipos musicales de mi
abuelo, sus cintas y parlantes. El abuelo con sus lentes de pasta ancha está ensimismado
dentro de los audífonos. Mi madre, en el baño. Un poco de pena no verla por vez
final, pero ya tendré tiempo de recordarla en mi nuevo hábitat.
Voy a mi
cuarto y tomo el equipaje. Esta es mi historia como tenía que ser. Bajo la
larguísima escalera haciendo un esfuerzo enorme porque ningún peldaño de madera
cruja, y lo logro. Llego hasta la puerta de calle, un nuevo reto que enfrentar porque
la puerta tiene una campana que suena cada vez que alguien sale o entra, pero
ya estoy aquí y salir, salgo.
Tengo cinco
años y estoy del otro lado del umbral de mi casa de siempre, del único sitio
que conozco, cargada de un atado de ropa y nada más. Estoy en piyama y soy
libre al fin. Es el momento de tomar decisiones, qué países conocer, con qué
gente interesante andar. Lo primero, hacia dónde emprender camino. Las posibilidades
son, a la izquierda la Arenales hacia Lince, a la derecha la Arenales hacia el
Centro. Tomo la derecha y camino con cuidado. Me pregunto si en la casa ya se
dieron cuenta de que no estoy y piensan que como siempre, estoy escondida en
algún lado disfrutando de verlos buscar desesperados. Hace un año dejaron de
ponerme el cascabel en la ropa que servía para ubicarme cuando les hacía esa
broma. Pobres, cómo será su vida sin mí.
Sigo frente
a la fachada de la casa, en la vereda. Miro hacia la ventana de Giovanna a ver
si está mirando hacia afuera y no. Miro la ventana del cuarto de guitarras e
intento escuchar los gritos desesperados de todos Carlita, Toli, Cholita, pero
no escucho seguro porque pasan los microbuses y hacen bulla. Se que sufrirán al
inicio pero después retomarán sus vidas como son, las quejas en los almuerzos,
los porca miseria, los adornos navideños. En fin, esto ha sido todo.
Al lado de
la casa queda la casa de las señoritas Vinatea que comparten pared con el
cuarto de guitarras y por las tardes hacen algo –no se qué- y el cuarto de
guitarras huele a berrinche por culpa de ellas, dice mi abuela. Paso por su
fachada hacia la esquina. Cuántos pasos he dado, quizás treinta? No se cuánto
ha pasado desde que me fui, un ratazo seguro. Llego a la esquina.
Hacia la
izquierda el parque Habich, hacia la derecha El Tambo y el cine Roma. Los dos
extremos son hasta donde conozco. Pasado el Tambo no se qué hay, menos pasado
el parque Habich. Lo bueno es que ya deben estar en la casa llamando a la
policía y saliendo a buscarme como desesperados y cuando me encuentren estarán felices
de verme viva y es probable que hasta me compren apanado de pollo con papas en
una caja, del cafetín de la esquina. Es cuestión de tiempo que me encuentren,
pero al mismo tiempo qué lata enorme que me encuentren justo ahora que estoy
por conocer el mundo sola, sin que me digan qué hacer. Seguro uno de los
vecinos ya me está viendo y preguntándose, qué hace la niña sola en piyama
parada en la esquina. Si los veo, correré hacia el Tambo y me esconderé en el
estacionamiento hasta que se vayan y retomen su historia porque la mía está en
la calle.
No viene
nadie. Me asomo un poco a tratar de verlos gritar por las ventanas pero veo las
ventanas de lo más bien y sin gritos. Tengo un poco de miedo, mucho miedo, me
cago de miedo. Odio las esquinas que me obligan a decidir. Espero un rato que
parece eterno hasta que se me empieza a mover de modo involuntario el labio de
abajo, avisando que voy a ponerme a llorar. No debo llorar, no debo temer, ésta
es mi vida.
Bah, giro
un poco y sigo caminando. No pienso, no siento. Subo tres escalones de una
casa, trepo la base de una columna hasta alcanzar un timbre y lo toco. Veinte
segundos después, un anciano abre la puerta y dice –Mono, adónde estabas?, paso
al lado de mi abuelo y le digo –Nada, se me cerró la puerta.
Esa noche
comimos tallarines verdes y nos quejamos de que tenían demasiada sal. Mi
abuela, que era quien cocinaba dijo en tono sarcástico –Lo siento mucho, la
cocinera salió de vacaciones hace varios años.