La gente grita dentro del salón dorado, hay un ambiente enrarecido y tenso. Yo tengo puesta una camisa blanca y una falda escocesa con varios imperdibles enormes, zapatos chatos y un pelo horroroso producto de una permanente que me hice esperando dejar de ser yo. Tengo claro que no estoy vestida para la ocasión, pero no he hecho ningún intento por ser adecuada sino todo lo contrario. Me molesta estar ahí, me estorba esa situación como me estorba todo porque tengo trece años y sólo quiero escuchar mis cassettes, grafitear mi cuarto, hacerme huecos en las orejas con agujas y un hielo y conseguir escapar de los adultos para ir de 9 a 11 a la calle de las pizzas a reunirme con mis amigos de aspecto maleante. Todo el resto apesta; el palacio, las señoras de los ministros, la algarabía cristiana.
La esposa de un alto funcionario llega con una canasta llena de panes. Es una canasta gigante decorada con lazos blancos y flores amarillas. Los panes son rosetas, populares, toletes, hay de todo. La mujer tiene a su hija enferma, escucho que se llama Salma. Repito Salma en mi cabeza muchas veces y el nombre consigue que me aparte un rato del tumulto. Ha traído los panes para que Juan Pablo los bendiga y entonces su hija los coma y sane, porque sólo el papa podría conseguirlo. Minutos después otras señoras y gente de protocolo consiguen quitarle la canasta y con eso la esperanza de que la hija sane, porque no es protocolar recibir al papa con una panadería andante, porque tenemos fe, pero no tenemos paciencia, ni compasión y todo debe verse perfecto.
La llamada de Mirtha avisando sobre la visita del papa nos tomó por sorpresa. Estábamos Giovanna y yo en la casa y recuerdo haber colgado el fono y dicho que de ninguna manera me prestaría para lo que llamé “esa farsa”. Era mayo del 88 y yo ya no creía en nada o pretendía no creer. Era una adolescente problema o una adolescente tipo, no me queda muy claro. Mi madre estaba en Amsterdam y yo había quedado al cuidado de mi tía más católica. Mi negativa puso los pelos de punta a toda la familia. Algunas llamadas de larga distancia más tarde, mi mamá me convencería de que estaba en una posición privilegiada y no sé qué más. Prometió comprarme cosas, creo.
Con los panes fuera de la batalla, la espera desespera. Estamos en el salón dorado y hay cientos de personas, funcionarios, familiares de funcionarios, seguridad, curas por todos lados. Yo no quiero, no tengo ni un ápice de interés por el papa. Ya antes había muerto por verlo y no se dejó ver, pasando desapercibido delante de mí en el 85. Todo el tiempo pienso que en ese entonces hubiera dado la vida por tenerlo cerca, por tocarle una puntita del hábito. Pienso que yo no debería estar ahí, sino mi abuelita o la propia Giovanna o finalmente los panes de Salma, pero no yo.
Entramos a la antesala del despacho de mi papá donde él conversa en privado con el papa. Es un lugar donde sólo están los elegidos y alguna gente de seguridad. Alguien sapea y hace una cuenta regresiva. Dicen en 3 minutos saldrá el papa. Entonces yo entro en trompo y me quiero largar a toda costa. Me voy arrimando piolita hasta la puerta que me devolvería al salón dorado. Tengo pensado escapar a una de las habitaciones de la residencia y luego volverme a mi cuarto a escuchar música a todo volumen, salvo que Juan Landázuri me bloquea. Le digo que quiero ir al baño, la mentira más a la mano. Me dice que no, que falta minuto y medio para que salga el papa. Le digo directamente, me hago la pila y amenazo con hacérmela ahí. No. Se abre una puerta y sale el papa peregrino.
A una chica en esas circunstancias vienen los adultos y la educan en cosas raras. Ya mi hermana y yo habíamos ensayado payasamente cómo hacer una venia y luego besar la sortija papal, una, dos, cien veces. Cuando el papa estaba en frente mío, yo no podía dejar de sonreír. Escuchaba como en otro plano que mi papá le decía es mi hija Carla, la primogénita, pero no atinaba a hacer nada, salvo hincarme torpemente y besarle cualquier mano. El dijo, Carla, y después estuvo preguntándome como tres cosas pero yo no contestaba porque todo pasaba en otro plano y no entendía su español esforzado. Preguntó qué estudiaba mientras me acariciaba la mano y como no dije nada y me limitaba a sonreír como boba, mi papá le contestó que estaba en el colegio. Me hizo una crucecita en la frente y pasó a saludar a los que estaban a mi lado.
Yo ya no creía en nada, te lo juro, pero el viejito traía encima la fe de un pueblo, la fe de mi familia, la posibilidad de que alguien no muriera y se notaba apenas entró a ese cuarto. Su ropa blanca estaba gris de la cantidad de manos que habían conseguido tocarlo, pero igual se le veía blanquísimo y francamente buena onda. Por eso me inscribí para recibir la comunión de su mano al día siguiente en la Plaza san Miguel. Para verlo de nuevo, para tenerlo cerca un ratito. Tengo trece años y ya no tengo fe, tengo intuición, soy un animal de instintos.
Es cierto que fui al día siguiente a la misa, pero no pude perpetrar mi esperado sacrilegio. Hordas de jóvenes cristianos resguardaban todo en llamadas cadenas humanas. Soleaba esa mañana. En el momento de la comunión, justo cuando la chibola hereje se disponía a subir, la señora Violeta Correa, que estaba detrás de mí parada viendo atentamente la consagración, sufrió una especie de desmayo. Como todos estaban extasiados en la misa, yo fui la primera en notar que la ex primera dama estaba por caerse al piso, moví mi silla para sujetarla y entonces se armó un barullo de auxiliares que empujaban a la gente para socorrerla. Ya con la mujer asistida, volteé y la comunión había terminado.
ps: acabo de encontrar esta foto.
1 comentario:
pues sí que te emocionaste, yo también me habría emocionado y eso que tampoco creo, y eso que tengo sobradas razones para no querer al caballero en cuestión... pero así es la vida...
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