18 de julio de 2008




No sé y seguramente nunca llegaré a saber qué es lo que me atrae tanto de las cachinas. De hecho confieso que cuando entro en un anticuario tiendo a somatizar el miedo que me da estar envuelta en cosas de gente que seguramente ha muerto, o cosas de gente en desgracia. Me salen granos o me pongo a toser, pero siempre termino oleteando, abriendo cosas, reconociendo en las cosas de otros las mías propias.


Berlín es la casa de tu tía viuda. Una tía que ha estado tanto sola, que tiene miles de manías en términos de orden y limpieza, aunque quizás no sea la más ordenada ni la menos sucia. Hay tiendas en cada calle con escaparates casi vacíos en los que encuentras, por ejemplo, un chanchito alcancía, o un par de zapatos usados. Bares y cafés en todas partes; parques, gente andando o en bici. La tía ha dejado tesoritos en cada habitación, como por decir el comedor forrado en un colomural de colores que hoy ni conjugan, el florero de murano que parece un geiser multicolor, esos pisitos de crochet amarillentos sobre los que posa un bol de cristal tan facetado que luce como un brillante. Berlín no ha botado una cosa en años; la ha vuelto a usar, le ha dado a todo un nuevo sentido. Igual a una que es caótica le da miedo mover algo por error y destruir las estructuras mentales de la tía, quebrarle su historia de melamine indestructible.


El domingo caminamos desde la casa hasta el museo del muro pero antes pasamos por mauerpark, un mercado de pulgas enorme. Entre cientos de personas y un olor a salchicha que te mueres, paramos en un stand a ver qué había. El álbum que compré fue el primero que abrí, como si fuera un presagio. Lo ví, me gustó, pensé que era raro meterse en la vida de otro, y seguimos caminando. Media hora después ambos coincidimos en que no está mal hacerse del registro de una vida ajena y volvimos. Abrimos quince álbumes, tratando de entender de quién eran y qué hacían en mauerpark. En ese lapso una fila de mirones se detenían detrás nuestro a ver las fotos, de alguna manera a pelearnos los álbumes por envidia. Estaba la familia feliz en colores, la anciana viajera en blanco y negro y color (con múltiples tomas de la anciana en ropa de baño), el álbum lleno de fotos sin alma, y de nuevo éste, el primer álbum.


Costó más de lo que se paga por una buena comida en esta ciudad, pero lo vale. La mujer que protagoniza la historia se llama Olga, Iris, Ingrid o Imtrud, eso aún no lo ha revelado. En la primera foto se muestra como es, contrapuesta a la vitalidad de un sobrino. Ella es la tía, la que impone el orden, la que guarda los caramelos en una lata sobre un mueble demasiado alto. La conocí en Berlín y ha prometido contarme su vida.



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