26 de enero de 2014

JOSE EMILIO PACHECO: El viento distante

EN UN EXTREMO DE LA BARRACA el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador'
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.
El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.
México, 1963

museos


La niña llega al borde de la pileta. Tiene un polo verde unisex y lleva el pelo atado en una cola que tiene pinta de haber sido hecha hace algunas horas, pero sigue ahí. Nada mal. Se para justo frente a una de las dos esculturas, la que dice “Niño con pato” y representa bueno, a un niño que sostiene un patito. No mira la escultura, de hecho no mira nada. Mira un lugar es un espacio que no está aquí, eso se nota en sus ojos. ¿Qué piensa una niña de cinco años al borde de una pileta, justo frente a “Niño con pato”?

Entonces llega torpe, metiéndose cabe, un chico de cuatro años rubio. Un poco empuja a la chica de cinco que no se había dado cuenta de la embestida. Se para a la mala y sin mirar tira un quarter, una monedita de veinticinco centavos, dentro de la fuente de los deseos. Da media vuelta y se quita. Ni siquiera ha mirado a “Niño con pato”. La niña lo mira y vuelve a meterse íntegra dentro de sus propios ojitos. Sigue mirando ahí, a ese sitio que no ves, que no veo aunque me esfuerzo.

Extiende la mano con la palma hacia arriba y a la distancia puedo ver la moneda plateada. De inmediato cierra la mano, jala el brazo derecho hacia atrás, lo empuja hacia adelante, abre la mano y la moneda vuela, cae en la pileta y se hunde. La niña baja el brazo. Se queda mirando muy seria el lugar donde cayó la moneda, respirando profundamente.

El otro regresa como dando patadas al aire y se nota que estuvo con sus padres porque viene con ocho o diez monedas de las color cobre y de las plateadas que vuelan entre sus dedos y caen unas dentro y otras fuera del agua. No le importa nada, sus manos de cuatro años, sus deditos microscópicos vomitan pennies y dimes. Le da la espalda al niño, al pato y a la pileta para caminar hacia sus padres, al mismo tiempo que la niña deja de ver hacia el agua y camina hacia exactamente los mismos padres.

¿Qué desea una niña de cinco años con tanto afán?
¿De la cantidad de centavos invertidos depende la ejecución de un deseo?
¿Quién maneja los estatutos de las fuentes?
¿Qué conoce “Niño con pato” de todos los que hoy lanzamos nuestra última moneda?