Entrando al
local y detrás de la barra, hacia la mano izquierda, queda la cocina. Es un
espacio pequeño en el que hay un horno, una plancha para calentar cosas, seis
hornillas, un mesón para cortar, dos microondas y un mueble donde se conserva
la comida caliente. Por donde deberían moverse las cabezas de los cocineros hay
dos microondas, muebles con condimentos y cajas. No es impecable ni mínimamente
limpia: tampoco hay cocineros sino Bill únicamente.
Bill ha
acumulado todos los años del mundo. Es un viejo de tamaño normal y volumen
grueso que siempre está vestido de cocinero. La facha lleva una camisa de chef
que alguna vez fue blanca, un mandil muy embarrado de manos y de un color que
evoca salsa de tomate o algún otro ingrediente rojo. Lleva puesto jeans viejos
y zapatos negros con suela de goma del tipo de zapatos que los jubilados usan
desde el día en que dejan el trabajo. Sobre el pelo blanco y pegajoso usa una
gorrita blanca. Tiene bigotes y debajo de éstos, cuatro o cinco dientes comidos
por el tabaco.
Ha dicho
Gus alguna vez que no puede despedir al viejo cascarrabias. Todos recuerdan
algo así como que cuando el llegó de Grecia a la América Bill era el dueño de
un restaurant muy elegante en Nueva York, con más de treinta mesas y manteles
blancos que llegaban hasta el suelo. Cada mesa era atendida por un mozo
impecablemente vestido y el local era visitado por las estrellas de los 60s.
Pero luego Bill empezó a jugar - primero con los amigos y luego en casas de
juego clandestinas- para luego empezar a perder y con eso las ganas de beber y
entonces para pagar las deudas tuvo que cerrar, conseguir un trabajo aquí y
otro allá porque todo iba decayendo en la vida de Bill salvo las ganas de
tentar al azar. Hasta que un día hace más de quince años el joven Gus, que un
día fue mozo del restaurant del viejo en los buenos años, lo encontró
nuevamente y le dio la posibilidad de trabajar en esa cocina de cinco metros
cuadrados.
Bill se
llama Bassili y ya no se acuerda cuándo llegó de Grecia hasta Nueva York.
Recuerda que en el 58 abrió Bill´s y que todos en La Gran Manzana conocían su fasolada
y su moussaka pero no sabe exactamente en qué año quebró ni cuándo su mujer
empezó a olvidar las cosas poco a poco aunque sabe que fue mucho antes de que
le diagnosticaran alzheimer hace diez años.
Un día
normal el viejo se levanta a las 4 am, se baña o no dependiendo del clima, se
enfunda en la ropa de anoche con o sin saco dependiendo del clima y sale
fumando a enfrentar el clima mientras espera un bus en la parada. Viaja media
hora hasta llegar a Saddlebrook y toca el timbre para bajarse justo en la
puerta de la ladrillera que queda frente a Gus´s Grill. Cruza la pista sin
mirar y entra con la cabeza hacia abajo para no saludar a nadie. Cuando llega
sólo están Gus y su esposa Georgia en el lugar, el pasa por la derecha de la
barra hacia el almacén y saca de un perchero la camisa de chef que se lava una
vez cada tres semanas. Se pone la camisa, el mandil y el sombrero. Toma el
pasadizo que lo dirige del almacén a la cocina. El viejo camina lento y torpe,
intenta avanzar lo más posible sin dar un traspié pero tropieza y se enreda
cada ciertos pasos.
En la
cocina prende la parrilla y espera las primeras comandas. Normalmente tiene la
palma de la mano quemada porque hay veces en que tropieza y cae de manos sobre
la cocina. Algunas veces tiene un dedo envuelto en papel servilleta o una gasa
sujeta con cinta de embalaje al brazo, porque le pasa frecuentemente que se
corta con los bordes de los antiguos muebles de metal. Esconde en el mandil
fetas de jamón que roba del almacén y va comiendo a lo largo del día.
Bill tiene
dos manías; se frota las manos grasientas hacia arriba y abajo del mandil
durante todo el día. Arriba y abajo, arriba y abajo, es su primera manía. La
segunda es que le gustan las mujeres, de cualquier color y edad, le gusta
respirarles relamiéndose cerca.