9 de agosto de 2011

Absurdo barranquino

Caminamos de Miraflores a Barranco porque me ha dado por caminar desde la casa hasta la panadería de 28 de julio ida y vuelta. Me dio dos veces y con esa última se terminó, porque en realidad yo lo único que quería era alargar los procesos, quedarme un ratito más contigo aunque me dolieran las piernas y la excusa fuera ir a buscar una galleta en la San Antonio que queda a kilómetro y medio. Tamañito te habré querido para salir de mi casa a pie y tener que cruzar dos veces el puente entre Miraflores y Barranco donde los taxistas hacen pila y una tiene que saltar los charcos inmundos y aguantar la respiración por muchos segundos caminando a paso ligero y sin poder ver la obra del tipo de las cometas que hace aviones de colores, aunque no debe tener olfato.

Entonces superamos los segundos de asfixia voluntaria y ya pasamos a la vereda que no está ni por asomo más limpia, cuando veo venir en dirección contraria a un hombre que camina chueco y desafiando la gravedad. En paralelo yo desafío la gravedad hablando contigo temas de trabajo y proyectos que quizás nunca empezaremos o no terminaremos, porque estoy segura de que pronto aparecerá una nueva carla como la anterior que tenía un nombre de tres sílabas y no era yo sino la nueva yo. Me he quedado como una necia inventando paseos a comprar galletas y planes laborales en común con los que desafío lo grave de mi pena y lo difícil que resulta convivir contigo sin que me quieras como solías quererme.

Caminamos hacia el hombre chueco y alto y de unos sesenta años y él camina hacia nosotros. Yo te murmuro que está borracho, mientras veo que a cada paso está más chueco y más cerca del suelo. Yo no quiero chocar con ningún borracho que no seas tú -eso lo tengo claro- y por eso cuando nos cruzamos con él lo esquivo, pero apenas lo esquivo volteo a mirarlo justo en el momento en que cae al suelo de cara en una jardinera de la vereda aplastando las plantas que crecen salvajes.

Señor, está bien? El tipo no contesta nada pero tiene un poco de sangre y raspetones, huele mal. En ese momento otro ser extraño sale por la ventana de un segundo piso y grita conchetumadre, mis plantas, y yo le digo, el hombre se ha caído y el sigue diciendo hijo de puta, sal de mis plantas y tú te acercas y le sigues preguntando si se encuentra bien y tomas una libretita que se le cayó y vemos dibujitos y escritos y el borracho empieza a dejar de ser un borracho chancado contra el suelo para ser un señor enfermo y sensible que dibuja y toma apuntes. Otro peatón nos ayuda, ustedes tratan de levantarlo para que tome agua de tu botella pero él sigue siendo un tipo chueco incluso cuando está echado. Yo digo que voy a llamar a serenazgo o a una ambulancia y empiezo a buscar en mi lista de contactos pero no tengo ninguno de los dos números y llamo a una tercera persona para que busque el número y me lo dicte pero no lo memorizo y sigo fingiendo que llamo a algún lado como la idiota inútil que soy esa mañana.

Félix, dijo que se llamaba. Que vivía cerca y que eran unas pastillas nuevas que estaba tomando las que lo ponían mal. Félix se ha caído mucho últimamente porque tiene raspetones viejos por todos lados, algunos menos secos que otros. No hay forma de levantarlo y de pronto aparece una ambulancia de los bomberos y se para al lado. Tú me miras orgulloso como si yo los hubiera bajado del cielo para que vengan, pero lo cierto es que no he hecho nada salvo pretender marcar teléfonos inexistentes y disfrutar un poco la escena donde tú eres el héroe y salvas el día.

Han pasado cinco minutos entre que cruzamos la pista frente al vendedor de cometas y un bombero se baja de la combi de bomberos y dice Félix, qué pasó? Y el buen Félix sigue balbuceando en chino cuando el bombero le dice, Félix mírame, soy Carlos el enamorado de tu sobrina, vamos, te voy a llevar a la casa. Lo sacude un poco y lo sube al vehículo. El hombre del segundo piso sigue insultando al caído por unas plantas que no se riegan ni se podan hace tres años. La combi se va. Nosotros seguimos caminando.