El día que se murió el perro cayó viernes. Justo ese día una
vecina del edificio nos había invitado a cenar a su casa distintos platos
criollos. La vecina tiene los ojos achinados, la boca gruesa y el pelo muy
lacio. Cocina todo lo que haya en el recetario pero no usa las hornillas sino
la olla arrocera. Es muy buena en eso y por eso nos invitó a todos el jueves a
probar carapulcra, olluquito y ají de gallina.
Como a la vecina le gusta que uno llegue y la vea cocinar
toda ágil en su kitchenet, que son las
cocinas de nuestros pequeños apartamentos, yo salí temprano pero Ricardo no
vino conmigo porque al perro le pasaba algo. Prometió si, que si veía que la
cosa empeoraba iba a llamarme y yo volvería de inmediato, siendo que la casa de
la vecina queda a veinte metros, sobre un segundo piso.
Esa noche comí olluquito y fue raro dado que yo no como ollucos porque les siento sabor a
tierra. ¿Cómo sabes qué sabor tiene la tierra?, preguntan todos. Dejen de fingir
que nunca metieron la lengua en una maceta, anormales. Tomamos chilcanos de
pisco, personalmente dos o tres. Estaba esa pintora que tiene el pelo
larguísimo y es como una especie de pin up. Estaban el vecino bigotón y una
pareja de amigos de la dueña de casa. Hablamos de un montón de cosas y de un
minuto a otro empezó a parecerme raro que Ricardo no llamara nunca. Miré varias
veces el celular y en lugar de regresarme a casa, decidí llamar desde una
esquina.
Ricardo no es muy hablador ni muy descriptivo. Lo suyo es
sobrevivir, con simplemente estar hace suficiente. Vuelvo a la casa apenas
escuchar que el perro tuvo dos ataques más. Corro los veinte metros y dejo de
respirar subiendo las escaleras hasta el tercer piso. Dejar de respirar se ha
convertido en una especie de rezo para mi. Dejo de respirar y me digo esto no está
pasando, no está pasando, no está pasando. Respiro antes de meter la llave en
la cerradura y abro la puerta. Veo al perro golpearse la cabeza contra la
pared.
El perro no debería tener más de dos meses y medio, unos
ochenta días. Lo compré en una veterinaria de la avenida Benavides un martes.
Apenas después de una semana enfermó del estómago pero como yo lo trataba como
un hijito, lo cargaba, le cantaba y le ponía nombres tontos todo el tiempo, me
di cuenta de inmediato y lo llevé al veterinario. Le hicieron varios exámenes y
decidieron que lo deje un par de días con suero en su patita negra, para tratar
de curarle el mal de panza. La panza del perro era como media bolita rosada que
aparecía entre los pelos negros. Negro con ojos negros era el color del perrito
chiquititito que compré y al que Ricardo bautizó como Porno. Era un perrito
divertido de esos que te clavan los dientes como agujas y cuando salió de la
clínica veterinaria tuvo algunos días buenos.
Estaba aprendiendo a sentarse el día que empezaron los
ataques, que fue jueves. Cuando volví de la casa de la vecina llamé rápido y
quizás con demasiada intensidad, a la veterinaria de por mi casa. Eran las 12
de la noche y me dijeron que tenían un médico de guardia, por eso fuimos los
tres. Nos sentamos a esperar que al perro le diera un ataque pero no pasó nada.
Cuando regresamos me dio rabia que no le haya dado un ataque frente a la
doctora pero en el fondo caminaba feliz cargando al perro en una mantita y
pensando que ya todo había pasado.
Apenas cruzamos la puerta de la casa dejamos al perro en el
suelo y este corrió y se golpeó la cabeza contra la pared. Lo subí a la cama
para que no pudiera hacerse daño y se tiró de cabeza hacia el suelo. Su carita
hacía las peores muecas que he visto en la vida. Las peores caras, como si el
perro estuviera loco, enfermo o poseído. El dolor no paraba, eran las dos de la
mañana y llamé a la veterinaria que me pidió que me calme y espere a la mañana
pero el perro enano gritaba de dolor y su grito era como de mil personas
rugiendo y rogando por piedad. Le rogué a la veterinaria que tenga piedad de mi
y no quiso, trató de tranquilizarme. Ricardo tiene cara de que va a morir, el
perro grita llenando el espacio de dolor y yo no puedo más. Este perro no va a
aprender a sentarse ni va a aprender a dar la pata.
Si la veterinaria no quiere venir, yo voy a matar al perro.
Voy a buscar una forma de acabar con el dolor del perro, probablemente
torciéndole rápido el cuellito. Lo voy a llamar, lo subiré a la cama y le haré
cariño cuidando que no se tire al suelo de cabeza, cuidando que no se vuelva a
golpear la cabeza contra la pared. Su cuerpo negro es tan chiquito que ya lleva
como veinte golpes de frente hacia la pared y no le pasa nada. Apenas tiene
oportunidad quiere acabar con todo estrellándose contra la pared blanca de mi
casa nueva. Vuelvo a que planeo subirlo a la cama y cuando se relaje un poco
con los cariños, le torceré fuerte y rápido la cabeza. Tiene que ser tan brusco
que no tenga tiempo de gritar, tan rápido que lo último que recuerde sea el
cariño como si todo ya hubiera mejorado.
La veterinaria nos cita a las 4am en su consulta y vamos con
el perrito envuelto en una manta. Cuando le ponen la primera inyección, que lo
seda, nos dicen que lo despidamos. Ricardo se despide primero y yo después,
viendo al perrito dormirse, diciéndole chau Pornito, chau perro chimichu. Luego
la mujer nos pide que nos vayamos porque va a inyectarle algo más y que
seguramente será un poco chocante para nosotros y muy obedientemente salimos
del cuarto unos cuatro o cinco minutos.
Yo no lloré me parece, o me parece que lloré con espasmos y
desesperación. Ricardo derramó algunas lágrimas y se encerró en si mismo un
poco más, lo que cupiera. Volvimos al cuarto y el cuerpo estaba ahí cuando
discutimos dónde lo enterraríamos, pagamos y volvimos a casa con el perro
envuelto en una bolsa negra, como una salchicha larga, fabricada con tape. Yo
pensaba en los gatos de los egipcios mientras caminaba y amanecía en la avenida
Sáenz Peña ese viernes.
El perro alargado en una salchicha negra, medía unos 50
centímetros y pesaba como máximo dos kilos y medio. Su estado había sido tan
grave y veloz, que el inicio de descomposición tomaría minutos, por eso hicimos
lo que nos aconsejó la doctora y pusimos a Porno en el frízer. Luego nos
echamos unos minutos como a descansar y pensar en qué hacer, hasta que desperté
y fui al mercado de flores. Compré un cáctus y piedritas blancas. En paralelo
Ricardo pidió al guardián del edificio ayuda y una pala, entonces salimos los
tres en el auto con el perrito muy frío, hacia el malecón.
Ricardo, no mi novio sino el guardián que se llama igual,
cavaba el hueco mientras yo miraba desde el barranco hacia la vereda. Ricardo
mi novio, lo ayudaba. Ese día hubo sol desde temprano y el que entonces era el
ministro de Educación pasó haciendo footing en el momento en que nos
despedíamos de la bolsa negra y la depositábamos en el hueco, entonces nos
quedó mirando raro pero siguió corriendo de sur a norte. Sembramos el cáctus y
pusimos las piedritas. Luego nos miramos, levantamos los hombros al mismo
tiempo y volvimos a la casa.
No me acuerdo de los dos días siguientes pero en algún
momento alguien cambió la refrigeradora de mi casa porque el recuerdo del
animal en la congeladora me podía ser muy traumático o algo así. Tengo una
familia bastante sobreprotectora. Estuvieron tratando de divertirme y hacer
olvidar esas pocas horas entre jueves y viernes que pasé de tener un perrito a
no tener nada. Lo mismo le pasó a Ricardo, pero él no es mucho de decir cómo se
siente. Todos estaban aterrados pensando que yo no lo iba a superar y se
equivocaron. De hecho hoy, siete años después he olvidado casi todo y con las
justas a veces me acuerdo del perrito negro.
Eso sí, si hubiera estado vivo tres días más, sólo setenta
horas más, yo le hubiera enseñado a sentarse y también a dar la pata.