4 de septiembre de 2014

Larga vida a Helga

Le mandé un beso a Katya vía tuiter y ella contestó "Otro. (Larga vida a Helga)".

Hace un año yo no conocía a Katya, pero en algún momento Alicia me la presentó. Nos sentamos en un café a conversar la tres y a pesar de que no la había visto nunca en persona, ya la conocía por foto. Eso claro, no se lo hice saber. Estábamos reunidas para que yo le pida que forme parte de un proyecto raro que tenía en ese momento. Dijo que sí.

Katya es mucho más flaca de lo que yo calculaba al verla en facebook. Es como atlética. Es probable que haya pasado más tiempo bajo el agua que yo, lo que es mucho tiempo. Siempre sonríe. En su sonrisa conviven la alegría y la pena al mismo tiempo. A mí me parece un poco sabia, desde mi estupidez.

Dijo que sí al proyecto y me mandó su texto. No el primero sino el segundo texto que llegó, fue paralizante para mi socio Ricardo y para mí. No tengo idea de por qué. Katya no escribe frases largas ni coloca muchas comas en sus párrafos. Cada línea es como una sentencia que te seca o te empapa.

Su texto, que leí más veces de lo que es normal leer un texto, se lo entregamos a Hilda Holguín -a quien Katya no conoce- para que hiciera un video de los seis que componían la muestra. El link al resultado, sin permiso de ninguna, está al final de éste post. Quizás manaña una o las dos o ninguna, me escriba para que lo borre.

Unos meses después, Katya escribió un libro en cuya solapa dice "Hay lugares a los que no se puede volver ni siquiera volviendo", y me hizo llorar apenas al leerlo.

Un minuto después

16 de abril de 2014

volver a weimar

El perro ha pensado todo el tiempo que somos personal de servicio. Nos mira con simpatía, nos sonríe y mueve la cola, pero todo es una máscara dispuesta a entregarse por un buen servicio. Desayuno antes de medio día, libertad para mordisquear la mesa de centro y los palos horizontales de las sillas, algún zapato de cuero a la mano, silencio sepulcral para las decenas de horas de sueño diario. Eso y la comida antes de medianoche.

El perro se ha imaginado que alguien nos está pagando por cuidarlo. En su cabeza de perro ario solo así podría estar tan rodeado de crolos. Yo soy la cocinera y anti el paseador. Ha visto que tenemos un romance pero prefiere callar hasta poder acusarlo a alguien. Sabe o teme que sus padres están lejos. Entiende que lo mejor es llevar la fiesta en paz hasta que vuelvan, pero nunca renunciar a su esencia de animal rompecosas.

Como algunos humanos, ha desarrollado una especie de Estocolmo, un síndrome que le hace sentir cierto afecto hacia su cautiverio tercermundista. Por eso sonríe, coletea, lame la cara de todos. Juega con Ñoño, labrador obeso, Kachina, perra tropical y Recco, braco marca acme, pero mientras sigue el frisbi que muchas veces lo golpea directo en la frente, cree recordar esos aires europeos, la arquitectura, el bauhaus.

Varias veces ha visto la puerta abierta y la oportunidad inmediata de partir hasta llegar a casa, pero siempre fue interceptado y revertido a ese departamento chico al margen de un distrito que fue balneario. El perro no sabe dónde se encuentra y por eso no tiene hacia dónde ir. Mientras resuelve su vida muerde la pata de la silla, esconde las medias, rompe cajas de fósforos y alfileres.

Rubio hasta la ceguera, viene de la cuna de Nietzsche, Goethe y Bach a vivir rodeado de Garcías y Ayalas.
Takle mi perro, viene de weimar y hacia weimar va.

9 de febrero de 2014

yo confieso

(publicado en este blog el 14-02-2006 y posteriormente en el libro Queloide)
A veces me robo cosas. Nunca algo de un chocolatero ni de una bodega, ni algo importante de un amigo. Cosas. Como la tijerita enana de C. Lluén, que se sentaba cerca mío en tercero o cuarto de primaria. Tenía la mega cartuchera con mil imanes de sanrio, dentro los lápices increíbles, los borradores que olían a chicle, las formas de estrellitas celestes y rosa. Entre todo eso, una tijerita de mango naranja, como las normales pero enana. Un día no pude dejar de verla y en el recreo, la hice mía. La metí en mi mochila y llegó a mi casa. Mi tijerita mía. No tenía ningún uso lógico y los dedos me cabían con dificultad en los huecos del aparato. Ahí quedó, como una prueba de que puedo ser criminal, como un recordatorio naranja y plata de que me quedo con cosas de otros. C. Lluén y yo nunca fuimos amigas. La tijerita se fondeó con los años y cada cierto tiempo, cuando me sentía ya libre de pecado, aparecía en un cajón, o debajo de la cama entre pelusa y polvo. Un día en tercero o cuarto de media me acerqué donde esta chica que nunca fue de las populares (sólo en eso y en la tijerita éramos hermanas), y le conté todo. No se acordaba de la tijera, nunca se dio cuenta de que faltaba, no entendió el por qué de mi confesión. Incluso hoy todavía pienso en eso. En la vergüenza que me acompañó años, en todas las veces que dejé que la Lluén se siente en mi mesa en la cafetería, todas las veces que le presté un lapicero, que le expliqué historia, matemáticas, que le soplé lo más básico del examen. Pero sobretodo, me acuerdo de la tijera una vez que estuvo en mis manos, del vértigo, de la sensación de poder y cobardía abrazadas y me pregunto cómo serán las caras, cuáles serán las intenciones, qué manos querrán hoy día tocar con sus dedos los ojos de mi tijera.

26 de enero de 2014

JOSE EMILIO PACHECO: El viento distante

EN UN EXTREMO DE LA BARRACA el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador'
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.
El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.
México, 1963

museos


La niña llega al borde de la pileta. Tiene un polo verde unisex y lleva el pelo atado en una cola que tiene pinta de haber sido hecha hace algunas horas, pero sigue ahí. Nada mal. Se para justo frente a una de las dos esculturas, la que dice “Niño con pato” y representa bueno, a un niño que sostiene un patito. No mira la escultura, de hecho no mira nada. Mira un lugar es un espacio que no está aquí, eso se nota en sus ojos. ¿Qué piensa una niña de cinco años al borde de una pileta, justo frente a “Niño con pato”?

Entonces llega torpe, metiéndose cabe, un chico de cuatro años rubio. Un poco empuja a la chica de cinco que no se había dado cuenta de la embestida. Se para a la mala y sin mirar tira un quarter, una monedita de veinticinco centavos, dentro de la fuente de los deseos. Da media vuelta y se quita. Ni siquiera ha mirado a “Niño con pato”. La niña lo mira y vuelve a meterse íntegra dentro de sus propios ojitos. Sigue mirando ahí, a ese sitio que no ves, que no veo aunque me esfuerzo.

Extiende la mano con la palma hacia arriba y a la distancia puedo ver la moneda plateada. De inmediato cierra la mano, jala el brazo derecho hacia atrás, lo empuja hacia adelante, abre la mano y la moneda vuela, cae en la pileta y se hunde. La niña baja el brazo. Se queda mirando muy seria el lugar donde cayó la moneda, respirando profundamente.

El otro regresa como dando patadas al aire y se nota que estuvo con sus padres porque viene con ocho o diez monedas de las color cobre y de las plateadas que vuelan entre sus dedos y caen unas dentro y otras fuera del agua. No le importa nada, sus manos de cuatro años, sus deditos microscópicos vomitan pennies y dimes. Le da la espalda al niño, al pato y a la pileta para caminar hacia sus padres, al mismo tiempo que la niña deja de ver hacia el agua y camina hacia exactamente los mismos padres.

¿Qué desea una niña de cinco años con tanto afán?
¿De la cantidad de centavos invertidos depende la ejecución de un deseo?
¿Quién maneja los estatutos de las fuentes?
¿Qué conoce “Niño con pato” de todos los que hoy lanzamos nuestra última moneda?