9 de febrero de 2014

yo confieso

(publicado en este blog el 14-02-2006 y posteriormente en el libro Queloide)
A veces me robo cosas. Nunca algo de un chocolatero ni de una bodega, ni algo importante de un amigo. Cosas. Como la tijerita enana de C. Lluén, que se sentaba cerca mío en tercero o cuarto de primaria. Tenía la mega cartuchera con mil imanes de sanrio, dentro los lápices increíbles, los borradores que olían a chicle, las formas de estrellitas celestes y rosa. Entre todo eso, una tijerita de mango naranja, como las normales pero enana. Un día no pude dejar de verla y en el recreo, la hice mía. La metí en mi mochila y llegó a mi casa. Mi tijerita mía. No tenía ningún uso lógico y los dedos me cabían con dificultad en los huecos del aparato. Ahí quedó, como una prueba de que puedo ser criminal, como un recordatorio naranja y plata de que me quedo con cosas de otros. C. Lluén y yo nunca fuimos amigas. La tijerita se fondeó con los años y cada cierto tiempo, cuando me sentía ya libre de pecado, aparecía en un cajón, o debajo de la cama entre pelusa y polvo. Un día en tercero o cuarto de media me acerqué donde esta chica que nunca fue de las populares (sólo en eso y en la tijerita éramos hermanas), y le conté todo. No se acordaba de la tijera, nunca se dio cuenta de que faltaba, no entendió el por qué de mi confesión. Incluso hoy todavía pienso en eso. En la vergüenza que me acompañó años, en todas las veces que dejé que la Lluén se siente en mi mesa en la cafetería, todas las veces que le presté un lapicero, que le expliqué historia, matemáticas, que le soplé lo más básico del examen. Pero sobretodo, me acuerdo de la tijera una vez que estuvo en mis manos, del vértigo, de la sensación de poder y cobardía abrazadas y me pregunto cómo serán las caras, cuáles serán las intenciones, qué manos querrán hoy día tocar con sus dedos los ojos de mi tijera.