16 de abril de 2014

volver a weimar

El perro ha pensado todo el tiempo que somos personal de servicio. Nos mira con simpatía, nos sonríe y mueve la cola, pero todo es una máscara dispuesta a entregarse por un buen servicio. Desayuno antes de medio día, libertad para mordisquear la mesa de centro y los palos horizontales de las sillas, algún zapato de cuero a la mano, silencio sepulcral para las decenas de horas de sueño diario. Eso y la comida antes de medianoche.

El perro se ha imaginado que alguien nos está pagando por cuidarlo. En su cabeza de perro ario solo así podría estar tan rodeado de crolos. Yo soy la cocinera y anti el paseador. Ha visto que tenemos un romance pero prefiere callar hasta poder acusarlo a alguien. Sabe o teme que sus padres están lejos. Entiende que lo mejor es llevar la fiesta en paz hasta que vuelvan, pero nunca renunciar a su esencia de animal rompecosas.

Como algunos humanos, ha desarrollado una especie de Estocolmo, un síndrome que le hace sentir cierto afecto hacia su cautiverio tercermundista. Por eso sonríe, coletea, lame la cara de todos. Juega con Ñoño, labrador obeso, Kachina, perra tropical y Recco, braco marca acme, pero mientras sigue el frisbi que muchas veces lo golpea directo en la frente, cree recordar esos aires europeos, la arquitectura, el bauhaus.

Varias veces ha visto la puerta abierta y la oportunidad inmediata de partir hasta llegar a casa, pero siempre fue interceptado y revertido a ese departamento chico al margen de un distrito que fue balneario. El perro no sabe dónde se encuentra y por eso no tiene hacia dónde ir. Mientras resuelve su vida muerde la pata de la silla, esconde las medias, rompe cajas de fósforos y alfileres.

Rubio hasta la ceguera, viene de la cuna de Nietzsche, Goethe y Bach a vivir rodeado de Garcías y Ayalas.
Takle mi perro, viene de weimar y hacia weimar va.