Al otro Juanito íbamos Freda y yo a pasar algunas tardes comiendo sànguches de asado y tomando una chela o dos. Teníamos como diez años menos y alquilamos juntas un taller que era el cubil del horror y una buena excusa para que nuestras familias nos imaginen llevando a cabo actividades productivas mientras nosotras llevábamos bien a cabo nuestra capacidad de reírnos de cualquier cosa y huíamos hacia chorrillos donde habían conchas negras con pulpo y luego al frente una bodega que albergaba la torta de chocolate que ganó el premio a la mejor y a sólo sol cincuenta. Después cruzábamos de nuevo la pista y a unos pasos estaba el Juanito donde íbamos a encontrarnos con nadie que pusiera de manifiesto que esos varios días nos dedicábamos a nada.
Exactamente en frente quedaba el Bar Obrero y nunca supimos, hasta hace unos tres años.
Exactamente en frente quedaba el Bar Obrero y nunca supimos, hasta hace unos tres años.
Yo esta nota tendría que haberla escrito antes. El Obrero era en realidad algo así como la sede del Sindicato de Obreros y Pescadores de Chorrillos desde mil novecientos veintitantos, que así consignaba una placa. La peñita, le decían los del barrio. Los jueves era música criolla, los viernes nueva ola y los sábados no tengo ni la menor idea de que tocaban, pero todo en vivo. Uno pasaba por una puerta de vaivén, rodeaba una mampara de madera y se encontraba con un salón largo donde los parroquianos toneaban de lo lindo. Habrían unas quince mesas en total y al fondo el escenario que estaba o nò dependiendo del día, conjunto criollo o banda. El cover costaba cinco soles. Del techo colgaban dos arañas de cristal seguramente desde el inicio. En las paredes las gigantografías de los conjuntos que tomaban la voz y de los solistas, cada uno con su slogan. Fulanita la voz que viene del mar o sutanito, el jilguero criollo. Hubieron días en que aseguro que eran más los cantantes que cerveceaban esperando su turno, que los simples oyentes.
La primera vez que fui, sentí que había descubierto el titanic chorrillano. La luz de las arañas era amarilla y el público se movía con una energía especial o mas bien el publico era especial porque parecía que yo a esas personas las conociera de siempre o que quizás alguien había hecho una especie de casting y acomodado el reparto de tal forma que uno se sintiera libre y como en casa. Los señores eran cincuentones con mocasín y las señoras eran sesentonas con ceja delineada. Y una coqueteaba respetuosamente con unos y otros y se dejaba sacar a bailar hasta polca sin miedo a nada. Los puristas decían no muevas los hombros, cuidado con las caderas, y las seños sentadas se reían en complicidad. Todo era extraordinariamente amarillo y la señora de las cervezas a partir de mi segunda visita empezó a tratarme con familiaridad consanguínea.
Espero que quede claro que yo no descubrí ese lugar. Que a mí me llevó un ex novio cuya cofradía era asidua y habían de alguna manera supongo que tácita, mantenido el secreto y preservado el lugar de cualquier invasión que alterara ese òrden màgico. También es probable que yo le este agregando color porque siento pena, pero me parece que así era. De esa manera yo también me cuidé de llevar a demasiada gente para no contaminar.
Un día descubrimos que sobre el escenario estaba una especie de tarima que era la habitación de alguien que defendía su privacidad con una cortina y desde entonces al espectáculo se sumaba un teatro de sombras que hacía las maravillas para los mirones, entre quienes me incluyo a mucha honra. El obrero era como entrar por una puerta de vaivén a otro tiempo y lugar, donde yo era una criollasa y no una carlita cualquiera, donde cualquier vals era mi vals y yo lo habìa vivido y hasta sangrado.
Ayer que pasé para ver el derrumbe resultó que sobre el salón se levantaba un segundo piso del que nunca me dì cuenta, donde vivían cuatro familias que no estaban cuando todo se vino abajo. Sòlo estaban tres obreros embelleciendo el bar y apuntalando una pared panzona. Uno, pobrecito, muriò aplastado por vigas de madera antiquìsimas cuando ya habìa alcanzado la calle. Los vecinos decìan le tocò su hora, decían què salado ese conchesumadre, mientras el tío era velado a un par de cuadras. Como diez personas que solían vivir ahí miraban cada cierto rato el desmonte donde no hay absolutamente nada vivo, esperando a ver si pasaba algo. Hoy van a tumbar la casa vecina que se balancea y desde donde se ve una mesa perfectamente servida a milímetros de caer diez metros hacia uno. Los vecinos culpan al alcalde, al inc y a la música que escapaba de las fiestas a las que éramos asiduos. Ya se acabò pero con eso termina de acabarse.
Yo tendría que haber escrito esta nota con fotos cuando quise incursionar como cronista en la revista de domingo de un diario. Incluso hablé con la señora de las cervezas y tenía su permiso para hacer fotos y departir con los habitues más viejos, pero ahora a riesgo de sonar como la más cursi, el obrero es un archivo amarillo que guardo en este blog que es mucho mejor que mi machucada memoria.Una especie de desmonte plomo sin tiempo ni espacio.
3 comentarios:
Si esta nota la hubieses escrito antes no tendría esa melancolía que la invade y enriquece tanto ahora.
Excelente relato acerca de la peñita... tal como fué y esperemos que sea en un futuro cercano...
Surfeando por internet me tropecé con tu blog, y con este relato que me gustó mucho.
Saludos,
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