28 de agosto de 2008

En esta historia no hay ningún gato muerto

No puedo decir lo mismo de los perros, porque inicia justamente el día que Mikita muere.

Micaela, quien fuera hija predilecta de un joven matrimonio, perra malhumorada y que sufría de extraños ataques de nerviosismo seguidos de una abierta agresividad hacia cualquiera que se le acercara a acariciarla, se murió de algo raro y totalmente sorpresivo para mi amiga Rita, que en ese momento ya era la única del joven matrimonio que quedaba en esa casa. Él se había ido hacía unos años, por esas cosas del amor que hoy prefiero callar, y se habían quedado Rita, Mikita y Leonardito, un gato peludo y blanco. Rita quería muchísimo a Micaela y en respuesta ella le correspondía no mordiéndola. Rita quería muchísimo a Leonardito y éste aparecía puntualmente cada vez que tenía hambre. Pero Mikita murió y el nido quedó semi vacío.

El día de las exequias yo, algo conmovida por el tema de la transitoriedad de la vida animal, me animé a sacar a Rita a comer un ceviche al mercado de surquillo. Nos acompañó un amigo que siempre está dispuesto a poner el hombro en situaciones dolorosas que involucran conversación, pescado, cebolla, limón, choclo, camote y una cerveza.

Después de un breve paseo por la historia de la desaparecida mascota, Rita exteriorizó su preocupación sobre la salud psicológica y anímica del sobreviviente Leonardito. Resultó que el gato, a pesar de haber jugado al hielo absoluto durante toda su coexistencia con la perrita, la quería con afán, a decir de mi amiga. Tristeza al momento del Tacutacu relleno de mariscos.

Yo soy especialmente aguda cuando he comido ají en exceso, y en mi deber de amiga solo habían dos maneras de solucionar el impasse. Una era dedicarme a entretener a Leonardito por las tardes, con un cascabel o un ovillo de lana. La segunda, aquella que mi sexto sentido señalaba como vaquero de neon a hotel de la vegas, era aceptar el hecho de que Leonardo estaba feliz en su condición de hijo único, que era probable que él mismo haya urdido la muerte de Mikita, y que toda la pena que envolvió el tacutacu que envolvía calamares y pulpitos, fuera simplemente mi amiga desplazando su dolor hacia el animal más cercano. Fue entonces que pagamos y entramos por la primera bajada al zanjón.

Claro que sé que no hay que comprar animales a la vuelta del congreso, pero se trataba de un caso especial y teníamos entre todos como catorce soles. A pesar de haberlo escogido de entre el resto y regateado como si se tratara de medio kilo de vainitas, Rita se puso como una niña a quien su papá le trajo un gato de sorpresa al volver del trabajo. Misión cumplida, me encanta cuando un plan se realiza.

Fui declarada madrina de gatito con todas las de la ley y jugamos varias horas hasta que se hizo evidente que sus uñas y mi cara no hacían una buena dupla. Dejé a la familia con su nueva integrante viviendo en el último piso de un edificio muy alto y pasaron días, quizás un mes.

Gatito se convirtió en gatita durante la adolescencia. Rita y yo quedamos, gracias a esa súbita revelación, como dos mujeres adultas incapaces de reconocer efectivamente el sexo de un cachorro. A partir de entonces fue rebautizada como Gatita, la hembrita que hacía una feliz vida mientras que Leonardo, algo tío y celoso, rondaba la periferia del departamento, caminando sobre las barandas de la terraza y retando a la muerte que lo esperaba siempre quince pisos al sur.

Ilusa y confiada en mi buena reacción frente a las situaciones del fatal destino, Rita marcó mi número una vez más una mañana de chamba. Salí en su auxilio y al llegar al departamento la encontré desesperada. Caminamos entre ropa colgada hacia la terraza y apareció Leonardo con muchos kilos menos y totalmente gris. Gatita en cambio, saltó directamente como si esperara un regalo sorpresa de su madrina.

Fuimos a su veterinaria de cabecera, una chica joven que había puesto fin a los últimos martirizantes minutos de la ya entonces lejana Mikita. Leo no opuso resistencia a ninguno de los exámenes, quizás intuyendo lo inútil que hubiera resultado darnos la pelea a las tres. Se dejó pesar, medir, inyectar y medir la temperatura de esa incómoda forma. No hubo asomo de emoción cuando le extrajeron sangre para analizar. A nosotras en cambio, nos sobrevino el desánimo cuando hubo que pagar muchos soles para que la sangre fuera a san marcos a ser estudiada. Muchos posibles cebiches en el mercado de surquillo se vieron truncados en ese instante.

No comió los dos siguientes días. No quiso acercarse a las bolitas, ni al paté de lata, ni al pan remojado en leche tibia. Una vez más, y voluntariamente, decidí tomar las riendas del asunto y dirigir a lo lejos a mi amiga que luchaba por abrirle la boca e introducirle la comida al gato que para entonces sólo conservaba fuerza animal en la mandíbula. Para llevar a cabo todo ese ritual de dominación y amor extremo, teníamos que encerrar en el cuarto de Rita a Gatita, que naturalmente había arrasado ya varias veces con el buffet del enfermo.

El tercer día enrumbamos las dos y un gato famélico, extrañamente ojeroso y plomo, hacia la veterinaria a recibir los resultados. El mal diagnóstico vino acompañado de ciertas recomendaciones esperanzadoras. Con mucho cuidado, medicamentos y un cambio en la alimentación, Leonardo sería capaz de recuperar su semblante de primo del rey de la selva. Luego empezamos a descartar posibilidades. Los gatos de casa normalmente no reciben transfusiones de sangre, ni se suministran drogas con jeringas usadas. La veterinaria dijo que únicamente podía haberse contagiado de HIV gatuno por estar en contacto con alguna gata callejera, y en ese momento entendí que ninguna mascota que uno compre, con toda la buena intención, por catorce soles que incluyen además una caja de cartón que cotizaron a dos, debía gozar de total confianza. Ella, la de las uñas afiladas, los ojos vivísimos y el apetito voraz, estaba fuera de peligro por ser únicamente portadora.

Desde la terraza de un edificio muy alto en otro punto de Miraflores, Gatita terminaba en ese preciso instante de comerse el paté del enfermo. Se sentaba a disfrutar la vista de Lima y su mar desde la ventana, dando a ratos desesperados zarpazos contra el vidrio en un intento inútil de atrapar algunos voladores de parapente.

1 comentario:

José Núñez dijo...

Una pena por Mikita.
Entretenido, saludos!